miércoles, 6 de junio de 2018

Nietzsche: cuatro conceptos introductorios

Por Silvana Vignale


Hay cuatro conceptos fundamentales alrededor de los cuales se nuclea el pensamiento de Friedrich Nietzsche: la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre y el eterno retorno de lo mismo. Estas cuatro figuras podemos encontrarlas en uno de los textos más célebres de Así habló Zaratustra: “De las tres transformaciones”. Allí encontramos las primeras de las 3 figuras: la muerte de Dios, simbolizada por el león que dice “no”, y afirma la voluntad de poder, en la medida en que se enfrenta al dragón (los viejos valores, que son presentados como una quimera) y dice “yo quiero” frente a su “tú debes”. Ahora bien, esta libertad del león, es una libertad negativa, una libertad “de”, pero no todavía una libertad “para”. Se trata de la posibilidad de liberarse “de” los viejos valores, pero no todavía de una libertad “para” crear valores nuevos. Sólo el niño, figura del superhombre en este texto, es quien encarna esa libertad positiva. El niño es quien crea: es una libertad “para” crear valores nuevos. A cuarta figura, la del eterno retorno, pueden leerla en “De la visión y del enigma”, también del Zaratustra.

Ahora bien, ¿qué es la muerte de Dios? Nietzsche no anuncia literalmente la muerte de Dios, sino que con ello busca mostrar que el ser humano no puede continuar rigiendo su voluntad mediante un fundamento trascendente, es el hundimiento de toda verdad y todo valor en sentido absoluto. La muerte de Dios se encuentra relacionada con lo que vimos en relación al nihilismo, en cuanto desvalorización y rechazo de la vida concreta, mediante la postulación de un “más allá” que justifique la propia existencia dolorosa. El nihilismo, en esta faceta negativa, es una reacción de fuga ante la vida real, concreta y sensible, debido a que la humanidad es débil y enfermiza y no soporta la existencia encarnada en el placer y el sufrimiento. El hombre se crea de esta manera refugios imaginarios, postulando otro mundo u otra vida, más allá de esta vida. Para Nietzsche este es un comportamiento nihilista porque quienes quedan presos de esta huida del placer y del dolor de esta vida, la niegan, la consideran “nada”, la rechazan, esgrimiendo que aquél otro mundo es la verdadera realidad. En este sentido, Nietzsche asimila el dualismo platónico al cristianismo, en cuanto justificación de la negación de la única y verdadera vida: nuestra existencia terrena. La muerte de Dios debe conducir a la creación de nuevos valores.



En cuanto Nietzsche rechaza toda idea de universal y absoluto, de la misma manera está contra toda idea unitaria de “yo”. En “De los despreciadores del cuerpo”, Zaratustra dice que el “despierto”, el “sapiente” es quien dice “cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo”. El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor”.[1] La pequeña razón no es otra cosa que un instrumento del cuerpo. A aquél “yo” opone el sí mismo, que habita el cuerpo, que es el cuerpo. De modo que ese sí mismo se opone a la idea de un yo reducido a la conciencia, que reproduce el dualismo y el desprecio por el cuerpo. De modo semejante a Freud, Nietzsche considera que el pensamiento surge de los instintos, de una instancia inconsciente cuya profundidad y oscuridad no puede reducirse al pensar consciente. El “yo” no sería más que la unificación de las fuerzas en un momento dado, agrupación con la cual nos identificamos. Pero se trata de una ficción, dado que “nuestro cuerpo, en efecto, no es más una estructura social de muchas almas”.[2] El sí mismo nietzscheano, en oposición al “yo” cartesiano, es concebido como un sujeto múltiple, como una pluralidad de fuerzas.
“Que el hombre es una pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerarquía, de tal manera que hay mandatarios; pero que también el que manda tiene que crear para el que acata todo lo que éste necesita para su conservación, en la medida en que aquél se halla condicionado por la existencia de éste. Todos estos seres vivientes tienen que ser de tipo familiar, sino no podrían servirse y obedecerse unos a otros: los que sirven tienen que ser, en algún sentido, también obedientes y en casos sutiles, el papel desempeñado tiene que alternarse transitoriamente entre ellos, y el que por lo general manda ha de obedecer alguna vez . El concepto “individuo” es errado. Estos seres no existen aisladamente: lo que más pesa, aquello en lo que recae el énfasis, es algo cambiante; la constante producción de células, etc., deriva en un cambio constante del número de estos seres. Y no se logra nada con sumar. Nuestra aritmética es algo demasiado tosco para estas condiciones y constituye apenas una aritmética de lo individual.”[3]
La voluntad de poder es una constelación de lucha de fuerzas. La voluntad de poder quiere, y como querer, quiere la vida, y quiere dar libre curso a su fuerza. El mundo es entendido como voluntad de poder, un universo de fuerzas en tensión, en permanente lucha, donde cada una trata de imponerse, de afirmarse, de dominar. Pero es también un universo de potencialidades, un reservorio de virtualidades que tratan de expresarse o actualizarse.
"¿Y sabéis también qué es para mí "el mundo"? ¿He de mostrároslo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza, que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, (...) como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y «muchos», acumulándose aquí y disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose en sí mismas, transformándose eternamente (…) bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio -: este mi mundo dionisiaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse-eternamente-a-sí-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos los enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder -y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esa voluntad de poder -y nada más!”.[4]
Esta idea de voluntad de poder se encuentra contra la idea de “voluntad libre”, aquella que cree que “soy yo quien quiero esto”. Aquello que quiero, aquello que pienso no es sino fruto del predominio de unas fuerzas sobre otras. En Más allá del bien y del mal expresa que todo acto de la voluntad, “toda volición consiste sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social de muchas “almas”.[5]

La concepción del sujeto como una “estructura social de muchas almas” responde a la idea de que el sujeto es una pluralidad de fuerzas, en constante tensión, en la que unas mandan y otras obedecen, alternando ese dominio de unas sobre otras. El concepto de individuo no puede nombrar esta pluralidad. Por eso, el superhombre es quien es capaz de pensar y vivir el movimiento incesante y múltiple de la voluntad de poder.



Como lo señala Andrés Sánchez Pascual, traductor al español de la obra de Nietzsche, cada parte del Zaratustra habla de uno de los conceptos fundamentales que aquí nombramos. El superhombre es uno de los anuncios que Zaratustra hace a todos (mientras la voluntad de poder y la muerte de dios son anunciadas a unos pocos discípulos y amigos, y la idea del eterno retorno es sólo para sí).[6] Así, Zaratustra le dice al pueblo reunido en el mercado:
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo.
Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”.[7]
Decíamos que sólo el superhombre es capaz de entregarse a la multiplicidad y al movimiento incesante de la voluntad de poder. De pensar y de vivir como un creador y un artista de sí mismo. Y es el hombre lo suficientemente fuerte para aceptar la terrible verdad del eterno retorno.
Nietzsche formula esta idea del “eterno retorno”, imaginando lo siguiente:
“Qué sucedería si un día, o una noche, un genio te fuese siguiendo hasta adentrarse subrepticiamente en tu más solitaria soledad y te dijese: «Esta vida, tal y como tú ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e incontables veces más; y no habrá en ella nada nuevo, sino que todo dolor y todo placer, y todo pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y secuencia, e igualmente esta araña y esta luz de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una vez y otra, ¡y a ti con él polvillo del polvo!». ¿No te arrojarías al suelo, y harías rechinar tus dientes y maldecirías al genio que hablase así? ¿O acaso has experimentado alguna vez un instante enorme en el que respondieses: «¡eres un dios y nunca he oído nada más divino?». Si aquél pensamiento cobrase poder sobre ti, transformaría al que ahora eres y quizá te despedazaría; la pregunta «¿quieres esto una vez más, e incontables veces más?», referida a todo y a todos, ¡gravitaría sobre tu actuar con el peso más abrumador! Pues ¿cómo podrías llegar a ver la vida, y a ti mismo, con tan buenos ojos que no deseases otra cosa que esa confirmación y ese sello últimos y eternos?”[8]

Para Nietzsche, la idea del eterno retorno es la más difícil y la más terrible. La idea de que el tiempo es infinito, precipita a pensar que todo –las constelaciones de fuerzas y formas, todas las configuraciones espacio-temporales, todas las alegrías y todos los sufrimientos- volverán y volverán una cantidad infinita de veces, eternamente. Pero nos equivocamos si pensamos que eterno retorno es el retorno de lo mismo, en cuanto siempre en el retorno se produce una diferencia. Por eso Nietzsche no otorga tanto peso a la doctrina física del eterno retorno, como a su doctrina ética. “¿Quieres esto aun una vez más y un número infinito de veces?”. Se trata de la posibilidad de prescribirnos una regla a nuestra propia voluntad, que se sintetiza en el siguiente precepto: “lo que quieres, quiérelo de tal manera, que quieras con ello también su eterno retorno”.

La máxima del eterno retorno invita a que pensemos cada momento y cada acto a la luz de nuestro más alto querer. ¿Queremos esta vida de tal modo que queremos que retorne eternamente? Si no es así, estamos viviendo de manera mediocre, de manera conformista, estamos haciendo las cosas a medias. Es un querer-a-medias, que sólo nos conduce a pequeños placeres y pequeños dolores, que reduce la superficie de nuestras pasiones y la intensidad de la vida. Una tontería, una bajeza, una cobardía, una maldad ¿querrían su eterno retorno? El eterno retorno hace del querer una creación, en la medida en que la voluntad de poder quiere que lo que quiere retorne eternamente. Y si logramos pensarlo así, y queremos nuestra vida de tal manera que queremos también que ella retorne eternamente, pues ya no somos los mismos que éramos.

Un concepto, que permite comprender la afirmación del instante y de la voluntad que quiere las cosas de tal modo como para que retornen eternamente, es el de amor fati. Podemos servirnos de la interpretación de Gilles Deleuze respecto de algo que aparece como imagen en el pensamiento nietzscheano, en el Zaratustra: el lanzamiento de dados.

El juego de dados tiene dos momentos: el momento en que se lanzan, y el momento en que caen. Como lo señala Deleuze, cada uno de estos momentos afirman el devenir, y el ser del devenir. “Los dados lanzados una vez son la afirmación del azar, la combinación que afirman al caer es la afirmación de la necesidad. La necesidad se afirma en el azar, en el sentido exacto en que el ser se afirma en el devenir y lo uno en lo múltiple”.[9] Nietzsche identifica el azar a la multiplicidad, el caos, el devenir, los fragmentos, y lo afirma. Lo afirma conociendo que es el azar quien produce la necesidad, en el sentido de la fatalidad.

La fatalidad no es sino la combinación del azar: habiendo casi infinitas posibilidades, el número de los dados al caer es fatal y necesario. De allí que Deleuze sostenga que sólo el mal jugador confía en varias tiradas, disponiendo de la probabilidad para conseguir la combinación deseada, pero es entonces un mal jugador: un jugador que no afirma el azar, que busca, podríamos decir, certezas en lugar de incertidumbre, seguridad, en lugar de la novedad. Es síntoma de una moral del resentimiento, de venganza y la mala conciencia de afirmar y creer en las finalidades, en lugar de lo azaroso. A este mal jugador Nietzsche opone “la combinación fatal, fatal y amada, el amor fati; no el retorno de una combinación por el número de tiradas, sino la repetición de la tirada por la naturaleza del número fatalmente obtenido”.[10] Por eso el eterno retorno es el segundo momento del juego de dados, cuando los dados caen y afirman la necesidad: es la repetición de la afirmación del azar.
(Quienes tengan presente La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, recordarán que además de abrir la novela con una reflexión sobre el eterno retorno, aparece también esa afirmación de la necesidad en el azar, con la famosa estrofa de Beethoven: Es muss sein! –Tiene que ser!)

Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
 
[1] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 64.
[2] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[3] Nietzsche, F. Fragmentos póstumos. Bogotá, Norma, 1997, pp. 129-130.
[4] Nietzsche, F. Íbid., pp. 138-139.
[5] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[6] Cfr. Introducción de Andrés Sánchez Pascual. En: Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 20.
[7] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 38.
[8] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, pp. 287-288
[9] Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Barcelona, Anagrama, 2008, p. 41.
[10] Deleuze, Gilles. Íbid., p. 43.

Nihilismo y voluntad de verdad



Por Silvana Vignale 

“A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienes quiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles;
  • a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos;
  • pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir …”
Así habló Zaratustra
Hacer una presentación de Friedrich Nietzsche no es una tarea fácil: trasladó a la pluma su rebeldía a la inclinación de la tradición filosófica por crear sistemas. En este sentido es que es un pensador asistemático, y conocer su pensamiento sobre sus temas o conceptos fundamentales requiere, de algún modo, un recorrido por su vasta obra.

Pero como él mismo lo dice, no sólo se necesita la voluntad de leerlo, porque él escribe para todos y para nadie. Para comprenderlo, dice que es necesario como presupuesto fisiológico la gran salud. La gran salud que se desprende del análisis y reflexión de sus propios estados, y que tiene como punto de partida reconocer que la filosofía ha sido hasta ahora “una interpretación del cuerpo y un malentendido del cuerpo”.[1] Una salud que se alcanza luego de transitar numerosos estados, y visitado el gran dolor que la hace posible.
“Por último, y para que lo más esencial no se quede sin decir: de esos abismos, de esas graves dolencias, también de la dolencia de la grave sospecha, se vuelve renacido, con una nueva piel, más sensible a cualquier cosquilleo, más malvado, con un gusto más sutil para la alegría, con una lengua más delicada para todas las cosas buenas, con sentidos más jocundos, con una segunda inocencia más peligrosa en la alegría, se vuelve al mismo tiempo más infantil y cien veces más refinado de lo que nunca se había sido”.[2]
Que la escritura de Nietzsche es “para todos y para nadie” quiere decir que solamente un espíritu que se haya asomado a las profundidades de la existencia, que esté ebrio de enigmas y tenga el coraje de abandonar las verdades “a toda costa”, que se atreva a los “peligrosos quizá” es quien se encuentra a la altura de comprender su pensamiento. Es para todos, en cuanto camino, y para nadie, en cuanto hasta ahora nadie se ha animado a ello. “Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. (…) Antes de Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano habla aquí de cosas inauditas”.[3]

Tal vez la mejor presentación sea la que hace de sí mismo:
“Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco, -de una crisis como jamás la había habido en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita”.[4]
Nihilismo
“Es preciso tener todavía caos dentro de ´si
para poder dar a luz una estrella danzarina”
Así habló Zaratustra
Partiremos del diagnóstico que Nietzsche hace de la modernidad con la llegada del nihilismo como horizonte cultural de nuestro tiempo, dado que a partir de este diagnóstico es posible comprender cómo Nietzsche polariza la voluntad de verdad y la voluntad de vida.

Para Nietzsche, el nihilismo es un acontecimiento histórico fundamental, en cuanto expresa que “los valores tenidos como supremos pierden validez, falta la meta, falta la respuesta al por qué”.[5] Esto significa que los valores y verdades que se presentaban como fundamentos de nuestra cultura, en la modernidad pierden su fuerza normativa. Al respecto, Rubén Pardo expresa que el nihilismo tiene que ver con una “interpretación del mundo” determinada, y que Nietzsche cree que la decadencia de la interpretación moral del mundo, al no tener sanción moral alguna, después de intentar refugiarse en un más allá, termina en nihilismo.[6]


¿Cuál es esa interpretación del mundo? La interpretación metafísica, que se impuso como única interpretación del mundo, con la postulación de un “más allá” trascendente, que permite justificar nuestra existencia dolorosa, pero mediante el rechazo y desprecio por la vida corporal y concreta. Para Nietzsche, lo insoportable no es el sufrimiento en sí mismo, sino el no poder darle sentido a por qué sufrimos. En este sentido, ese “más allá” –sea el mundo inteligible platónico o una supra-vida como para el cristianismo– funcionan como “calmantes” de ese sin-sentido insoportable. El ser humano, dice Nietzsche “continúa prefiriendo siempre un puñado de «certeza» a toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir sobre una nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es nihilismo e indicio de un alma desesperada, mortalmente cansada: y ello aunque los gestos de tal virtud puedan parecer muy valientes”.[7]

A este mismo ideal metafísico –la búsqueda de un fundamento trascendente (es decir, más allá de nuestra realidad empírica y sensible) e inmutable (osea, ahistórico, permanente)– pertenece el “optimismo” cognoscitivo de la ciencia: “la fe inquebrantable en que el pensamiento llega a los últimos abismos del ser”,[8] es decir la creencia dogmática en el conocimiento, y fundamentalmente en la verdad, como valor absoluto. ¿Cómo, la verdad es un valor?, podría preguntar irónicamente Nietzsche. Y es que lo que busca mostrar es que detrás de esa pretendida búsqueda de la verdad –lo que él denomina como “voluntad de verdad”– hay una forma de valorar, una moral –no es otra que la moral judeo-cristiana que Occidente tiene incorporada–.
“El hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello otro mundo distinto de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que afirma ese `otro mundo´, ¿cómo? ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica –también nosotros, los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina… ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira –si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?”.[9]
Para decir a continuación:
“Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno –ya di a entender esto–: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados (…). También consideradas las cosas desde este punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto)”.[10]
Además, Nietzsche muestra que aquél proceso de secularización que lleva a entronar a la Razón en lugar de Dios, no es sino un desplazamiento del lugar de lo absoluto. La Razón ocupa el lugar de Dios. En cualquier caso se mantiene la creencia en un punto de vista único y unificador: el lugar de las verdades absolutas, algo que, traducido al lenguaje científico, se encuentra asociado a la pretensión de objetividad. Y es este el origen de la separación entre la verdad y la historicidad: desde Platón y hasta la Modernidad, el postulado de las leyes científicas se apoya en una verdad atemporal, ahistórica y universal. Solamente una epistemología crítica –comprometida con la historia y con el presente– da cuenta del entramado de intereses en la producción de la verdad, y cómo las ciencias y disciplinas se constituyen históricamente, y sus estudios y saberes responden también a las fuerzas en juego en un determinado campo político. Nietzsche mismo sostiene que todo el aparato del conocimiento es de abstracción y simplificación, no para el conocimiento mismo, sino para la dominación de las cosas.


Ahora bien, el triunfo de este ideal metafísico y de esta interpretación del mundo conlleva una repugnancia por el devenir, por el cambio, por el caos. Hay una profunda negación de la vida y subvaloración del mundo, en cuanto a la vida le es inherente ese devenir, la contingencia, la finitud, el error. De modo que aquella voluntad de verdad atenta directamente contra la voluntad de vida. “Las causas del nihilismo son la negación de la vida, la aversión al devenir, la huida de la finitud y del cambio; las consecuencias, el derrumbe de los fundamentos, la ausencia de valores y de metas, la caída en el sinsentido. Volcado todo en una sola expresión: «Dios ha muerto».”[11]

Ante esto, Nietzsche ofrece otra interpretación: ya no la del mundo trascendente, sino la del mundo como pluralidad de fuerzas, como voluntad de poder. Y frente a la voluntad de verdad, despliega el perspectivismo, donde la interpretación y la invención son condiciones ineludibles de la vida; de allí aquella frase conocida: “no existen hechos, sólo interpretaciones”. Para Nietzsche, conocer es interpretar, y por lo tanto, otorga el carácter de interpretativo, ficcional y provisorio al conocimiento. Siempre además comprendemos desde una perspectiva, lo que en sí mismo confronta con aquella idea de la objetividad absoluta y neutralidad valorativa.
“El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un cierto ángulo, con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas las huellas del veneno, de encontrar el mejor antídoto. En lugar de simular un discreto anulamiento ante lo que mira, en lugar de buscar un a ley y de someter a ella cada uno de sus movimientos, es una mirada que sabe desde donde mira y lo que mira”.[12]
El perspectivismo es ficcional en cuanto no hay “una” verdad, sino la apropiación de un sentido, su creación. De ahí su carácter creador que afirma la vida.
Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
 
[1] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, p. 35.
[2] Nietzsche, F. Íbid., p. 38.
[3] Nietzsche, F. Ecce homo. Madrid, Alianza, 1996, p.101-102.
[4] Nietzsche, F. Íbid., p. 123.
[5] Nietzsche, F. Fragmentos Póstumos. En: El nihilismo. Barcelona, Península, 1998, pp. 115-116.
[6] Pardo, Rubén. “Nietzsche y el redescubrimiento de la historicidad”. En: Díaz, Esther (ed.) La posciencia. Buenos Aires, Biblos, 2000, p. 185.
[7] Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, pp. 29-30.
[8] Pardo, Rubén. Ídem.
[9] Nietzsche, F. La genealogía de la moral. Buenos Aires, Alianza, 1998, pp. 174-175.
[10] Nietzsche, F. Íbid., p. 176.
[11] Pardo, Rubén. Íbid., 189.
[12] Foucault, Michel. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 54.

Nietzsche y "yo"

Les presentamos un texto de Nietzsche(1844-1900) en el cual pueden ver su “sospecha” sobre la idea del yo, y algunas nociones muy semejantes a las de Freud en relación al “inconciente” y al “ello”.
“Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que existen “certezas inmediatas”, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer, “yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que “certeza inmediata”, así como “conocimiento absoluto” y “cosa en sí” encierran una contradictio in adjecto, eso lo repetiré yo cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras! Aunque el pueblo crea que conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse: “cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición ‘yo pienso’ obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, – por ejemplo que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto de un ser que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar, – que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez ‘querer’ o ‘sentir’? En suma ese ‘yo pienso’ presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que yo conozco ya en mí, para de ese modo establecer, lo que tal estado es: en razón de ese recurso a un ‘saber’ diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una ‘certeza’ inmediata”. – En lugar de aquella “certeza inmediata” en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: “¿De donde saco yo el concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a hablar de un yo causa de mis pensamientos?” El que, invocando una especie de intuición del conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: “yo pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real cierto” – ése encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos de interrogación. “Señor mío, le dará tal vez a entender el filósofo, es inverosímil que usted no se equivoque: más ¿por qué también la verdad a toda costa?”” (Nietzsche, Más allá del bien y del mal).

lunes, 28 de mayo de 2018

Freud, la sospecha sobre la conciencia y el malestar en la cultura

Sospecha sobre la conciencia
 
Descartes, en sus Meditaciones metafísicas (1641) desarrolla el argumento sobre la certeza de la propia existencia, incluso ante la duda de todo lo demás. Allí dice:
“Me he convencido de que no hay nada en el mundo, ni cielo, ni tierra, ni mente, ni cuerpo. ¿Implica ello que yo tampoco exista? No: si hay algo de lo que esté realmente convencido es de mi propia existencia. Pero hay un engañador de poder y astucia supremos que me está confundiendo deliberada y constantemente. En ese caso, y aunque el engañador me confunda, sin duda, yo también debo existir...”
¿Por qué?
"pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad "yo pienso, luego soy" era tan firme y segura que las más extravagentes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulos como el principio de la filosofía que andaba buscando".
Esta certeza o evidencia del yo, característica del pensamiento moderno, y su identificación con el pensamiento es una de los blancos a los que se dirige la filosofía de la sospecha. Nos interesa mostrar ese ejercicio de la sospecha, en relación a la conciencia. Un primer ejemplo lo vimos con Nietzsche, pero veamos ahora qué dice Freud:
“En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica –que por otra parte aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello- nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia adentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconciente que denominamos ello, y a la cual viene a servir como fachada” (FREUD, p.15).
En otro pasaje, parece dirigirse directamente a Descartes cuando señala: “Uno se siente tentado a formar en las filas de los creyentes, para exhortar a no invocar en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente abstracto” (p.22). Es claro que para Freud, como para Nietzsche (en su Genealogía de la moral) y para Marx (la religión es “el opio de los pueblos”) la religión es una explicación para justificar el sufrimiento, suavizándolo con la postulación de una existencia ultraterrena. La técnica de la religión es, según Freud (pero también según Nietzsche!) al tiempo que impone un único camino para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento, reducir el valor de la vida, deformando la imagen del mundo real, medidas que tienen como condición previa la intimidación de la inteligencia.

El malestar en la cultura

Freud otorga gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos a la cultura. Por “cultura” Freud entiende: “la suma de producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí” (p.36). Como vemos, la cultura tiene el mismo origen que el Estado, si leemos a los filósofos contractualistas: proteger al individuo de la amenaza de los otros, y garantizar su seguridad e integridad individual. Claro, pero este costo se paga con la renuncia a la voluntad individual a favor de una voluntad común y mediante la sujeción a la ley. Freud lo señala diciendo: “la vida humana se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unidad entre a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como “Derecho” (...). Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura” (p.41)
por Mariano Sánchez (Gracias Mariano!)
Eros une en la cultura a los miembros mediante lazos libidinales, pero al individuo el prójimo también le representa algo más que un posible colaborador u objeto sexual, un motivo para satisfacer su agresividad. Este principio es el Thánathos. ¿Qué es el malestar en la cultura? Freud muestra cómo el hombre, mediante la creación de la cultura cambia la felicidad por seguridad. Por eso la cultura reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales y a las tendencias agresivas. De esta manera, la agresión es introyectada, dirigida contra el propio yo, constituyendo al superyó o conciencia moral. El yo queda subordinado al superyó mediante el sentimiento de culpabilidad (por la ambivalencia de la eterna lucha entre Eros y Thánathos), originado por el complejo de Edipo. Así, “dado que la cultura obedece a la pulsión erótica interior que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad” (p.77). Este es el sentimiento de malestar respecto de la cultura, que se presenta como una “angustia inconciente”.

Eros y Civilización

Herbert Marcuse (Berlín 1898-1979) es miembro de la Escuela de Frankfurt. Se incorporó al Instituto de Investigación Social de Frankfurt en la década del 30. Como marxista conocido y judío se exilió en Suiza, luego en París, donde fueron trasladados el Instituto de Frankfurt y la revista Zeitschrift für Sozialforschung. Varios años antes había iniciado junto con Adorno investigaciones para la Universidad de Columbia por lo que pronto se instaló en dicha universidad como conferenciante de Sociología y senior fellow en el Instituto ruso (en 1934). Entre 1954 y 1965 enseñó filosofía y política en la Universidad Brandeis de Boston y luego ciencias políticas en la universidad de San Diego. En las revueltas estudiantiles de 1968, su nombre brilló junto a los de Marx y Mao (las tres “M”) porque sus textos y sus conferencias fueron una influencia para los jóvenes revolucionarios (ver foto).
 
En 1953 publica Eros y civilización, obra en la que realiza una resignificación de El malestar en la cultura desde una perspectiva que incorpora la crítica de Marx a una lectura de Freud que busca historizar sus tesis y utilizarlas para comprender a la sociedad industrial avanzada de la época. Marcuse comprende al psicoanálisis como arma de una crítica radical y revolucionaria. El carácter revolucionario del psicoanálisis radica para él en Tótem y tabú (1912), Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte (1915), Más allá del principio del placer (1920), Psicología de las masas y análisis del yo (1921), El porvenir de una ilusión (1927), El malestar en la cultura (1930) y Moisés y el monoteísmo (1939).
 
Para Freud el individuo se debate entre un principio del placer y un principio de realidad. El principio del placer arraiga en la vida misma del aparato psíquico, vinculado a las necesidades primarias del individuo, a los instintos. El principio del placer genera una cierta comunión con el mundo, una indisociación entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el mundo. El discernimiento de estos opuestos se produce por la primacía de otro principio psíquico: el principio de realidad. La dialéctica de ambos principios se ve suprimida para Marcuse en la civilización industrial contemporánea, en la cual el principio del placer se encuentra cada vez más absorbido por el principio de realidad. Lo real a su vez se supedita en estas sociedades al rendimiento. Marcuse denomina al principio de realidad como Performance principle, a la vez comprendido en español como principio de actuación y de rendimiento. El principio de realidad ha prevalecido históricamente según una lógica del rendimiento que organiza a los individuos en estratos sociales según su actuación económica competitiva, según su rendimiento en el mercado.
 
Este desarrollo de la civilización se ha traducido en un modo histórico de organización, coordinación, regimentación y control de la vida privada y pública, en definitiva ha devenido en administración de la dominación. Toda cultura requiere para Freud la represión, es decir la contención y hasta la supresión de los instintos más poderosos, Eros y Tánatos, el amor y la muerte. La cultura reposa indefectiblemente sobre la represión de la sexualidad porque sólo la libido con fin inhibido permite crear lazos de amistad entre los hombres. Con respecto al instinto natural de agresividad entre los hombres, Freud sigue explícitamente la tradición de Hobbes con respecto al “homo homini lupus”, sólo la represión de los instintos agresivos permite el surgimiento de la cultura, que a tal fin desarrolla el derecho. La represión es inherente al mismo desarrollo cultural. Pero la realidad de la civilización industrial contemporánea muestra un exceso en la represión primaria, una represión excedente o sobrerrepresión (Surplus-Repression). Afirma:“Dentro de la estructura total de la personalidad reprimida, la represión excedente es esa porción que es el resultado de condiciones sociales específicas sostenidas por el interés específico de la dominación.” Este modo de represión denunciado se consolida como la auténtica, verdadera y necesaria represión para el desarrollo cultural, ocultando otras posibilidades para la civilización. Marcuse propone entonces la utopía de una sociedad que no sobre-reprima a los individuos y sea posible el libre desarrollo de la humanidad, es decir la liberación.

Eros y civilización utiliza categorías psicológicas porque, afirma Marcuse, han llegado a ser categorías políticas. “La tradicional frontera entre la psicología por un lado y la filosofía social y política por el otro ha sido invalidada por la condición del hombre en la era presente: los procesos psíquicos antiguamente autónomos e identificables están siendo absorbidos por la función del individuo en el estado, por su existencia pública. Por tanto, los problemas psicológicos se convierten en problemas políticos: el desorden privado refleja más directamente que antes el desorden de la totalidad, y la curación del desorden personal depende más directamente que antes de la curación del desorden general.” 

martes, 10 de abril de 2018

Hypomnémata: una práctica de sí.




FOUCAULT. La escritura de sí (fragmento). En: Estética, ética y hermenéutica. Barcelona, Paidós,  1999. (pp.291-294).

"Ninguna técnica y ninguna habilidad profesional pueden adquirirse sin ejercicio; tampoco se puede aprender el arte de vivir, la téchne tou biou, sin una áskesis que hay que considerar como un entrenamiento de sí por sí mismo: éste era uno de los principios tradicionales a los que, desde mucho tiempo antes, los pitagóricos, los socráticos y los cínicos le habían concedido una gran importancia. Más bien parece que entre todas las formas adoptadas por este entrenamiento (que suponía abstinencias, memorizaciones, exámenes de conciencia, meditaciones, silencio y escucha del otro), la escritura -el hecho de escribir para sí mismo y para algún otro (autrui)- hubiera empezado a desempeñar bastante más tarde un papel considerable. En todo caso, los textos de la época imperial que se refieren a las prácticas de sí otorgan a la escritura un amplio espacio. Hace falta leer, decía Séneca, pero también escribir. Asimismo Epicteto, a pesar de impartir sólo una enseñanza oral, insiste en varias ocasiones en el papel de la escritura como ejercicio personal: se debe «meditar» (meletán), escribir (gráphein) y entrenarse (gymnázein); «Ojalá me sorprenda la muerte teniendo esto en el ánimo, escribiendo esto, leyendo esto!». O incluso: «Ten esto a mano de día y de noche: esto has de escribir, esto has de leer, sobre esto has de dialogar contigo mismo; decirle a otro (...). Y luego, si sucede alguna cosa de las que llaman indeseables, lo primero que te alivie al punto será que no era imprevisto».' En estos textos de Epicteto, la escritura aparece regularmente asociada a la «meditación», a ese ejercicio dei pensamiento sobre sí mismo que reactiva lo que sabe, vuelve a hacer presentes para sí un principio, una regla o un ejemplo, reflexiona sobre ellos, los asimila y se prepara para afrontar lo real. Pero vemos también que la escritura está asociada de dos modos diferentes al ejercicio de pensamiento. Uno adopta la forma de una serie «lineal»: va de la meditación a la actividad de la escritura y de ésta al gymnazein, es decir al entrenamiento en situación real y a la prueba: trabajo de pensamiento, trabajo mediante la escritura, trabajo en realidad. EI otro es circular: la meditación precede a las notas que permiten la relectura que, a su vez, relanza la meditación. En cualquier caso, sea cual sea el ciclo de ejercicio en el que se sitúa, la escritura constituye una etapa esencial en el proceso al que tiende toda áskesis: a saber, la elaboración de discursos recibidos y reconocidos como verdaderos en principias racionales de acción. La escritura como elemento dei entrenamiento de sí, tiene, para utilizar una expresión que se encuentra en Plutarco, una función ethopoiética: es un operador de la transformación de la verdad en éthos.

Esta escritura ethopoiética, tal como se muestra a través de los documentos de los siglos I y II, parece haberse alojado en el exterior de dos formas ya conocidas y utilizadas con otros fines: los hypomnémata y la correspondencia.

Los HYPOMNÉMATA

Los hypomnémata, en sentido técnico, podían ser libros de cuentas, registros públicos, cuadernos individuales que servían de ayuda- memoria. Su uso como libra de vida, como guía de conducta parece haber llegado a ser algo habitual en todo un público cultivado. En ellos se consignaban citas, fragmentos de obras, ejemplos y acciones de los que se había sido testigo o cuyo relato se había leído, reflexiones o razonamientos que se habían oído o que provenían dei propio espíritu. Constituían una memoria material de las cosas leídas, oídas o pensadas, y ofrecían tales cosas, como un tesoro acumulado, a la relectura y a la meditación ulteriores. Formaban también una materia prima para la redacción de tratados más sistemáticos, en los que se ofrecían los argumentos y medias para luchar contra un defecto concreto (como la cólera, la envidia, la charlatanería, la adulación) o para sobreponerse a determinada circunstancia difícil (un duelo, un exilio, la ruina, la desgracia). Así que, cuando Fundano solicita consejos para luchar contra las agitaciones del alma, y Plutarco en ese momento apenas dispone de tiempo para componer un tratado en la buena y debida forma, le envía sin mayores pretensiones los hypomnémata que él mismo ha redactado sobre el tema de la tranquilidad dei alma: al menos así es como presenta el texto del Peri euthymias. ¿Modestia fingida? Sin duda se trata de una manera de justificar eI carácter algo deslavazado dei texto; pera hay que ver también en ello una indicación de lo que eran estas cuadernos de notas - así como del uso que debía procurarse al propio tratado que conservaba algo de su forma original.


Estos hypomnemata no se deberían considerar como un simple apoyo para la memoria, que se podrían consultar de vez en cuando, SI se presentara la ocasión. No están destinados a suplantar eventualmente el recuerdo que flaquea. Constituyen más bien un material y un marco para ejercicios que hay que efectuar con frecuencia: leer, releer, meditar, conversar consigo mismo y con otros, etc. Y eso con el fin de tenerlos, como dice una expresión que se repite a menudo, prócheiron ad manum, in promptu. «A mano», por tanto, y no simplemente en el sentido de que cabría recordárselos a la conciencia, sino en eI de que se deben poder utilizar, tan pronto como sea preciso, en la acción. Se trata de constituirse un lógos bioéthicos, un bagaje de discursos capaces de socorrer, susceptibles -como dice Plutarco- de alzar por sí mismos la voz y de acallar las pasiones como un amo que con una sola palabra aplaca eI gruñido de los perros. Para eso hace falta que no se limiten a estar simplemente colocados como en un armario de recuerdos, sino profundamente implantados en el alma, «clavados en ella» dice Séneca, y que así formen parte de nosotros mismos. En resumen, que eI alma los haga no solamente suyos, sino que los haga sí misrna. La escritura de los hypomnémata es una importante estación de enlace en esta subjetivación del discurso.

Sin embargo, por muy personales que sean, estas hvpomnémata no deben ser considerados como diarios íntimos, o como esos relatos de experiencia espiritual (tentaciones, luchas, caídas y victorias) que encontraremos en la literatura cristiana ulterior. No constituyen un «relato de sí mismo», no tienen como objetivo hacer surgir a la luz dei día los arcana conscientiae cuya confesión -oral o escrita- tiene valor purificador. EI movimiento que pretenden efectuar es inverso a éste: se trata, no de perseguir lo indecible, no de revelar lo oculto, no de decir lo no dicho, sino, por el contrario, de captar lo ya dicho; reunir lo que se ha podido oír o leer, y con un fiin, que es nada menos que la constitución de si.

Los hypomnémata han de situarse de nuevo en eI contexto de una tensión muy sensible en la época: en el interior de una cultura fuertemente marcada por lo tradicional, por el valor reconocido a lo ya dicho, por la recurrencia del discurso; mediante la práctica dei citar bajo el sello de la antigüedad y de la autoridad se desarrollaba una ética muy explícitamente orientada por el cuidado de sí hacia objetivos bien definidos, tales como retirarse, alcanzarse a sí mismo, vivir consigo mismo, bastarse a sí mismo, beneficiarse y gozar de sí. Tal es, sin duda, el objetivo de los hypomnémata: hacer ~e la recolección del lógos fragmentario y transmitido por la enseñanza, por la escucha o por la lectura, un medio para el establecimiento de una relación de uno consigo mismo lo más adecuada y acabada posible. Ahí radica, para nosotros, algo paradójico: ¿cómo situarse en presencia de sí mismo mediante el auxilio de discursos intemporales y recibidos un poco de todas partes? De hecho, si la redacción de los hypomnémata puede contribuir a la formación de sí a través de estos lógoi dispersos, eso obedece a tres razones principales: a los efectos de limitación debidos a la ligazón de la escritura con la lectura, a la práctica regulada de la disparidad que determina las elecciones y a la apropiación que ésta efectúa."


jueves, 18 de febrero de 2016

La continuidad de La genealogía de la moral en Vigilar y Castigar

A continuación les dejamos un texto de Fernando Álvarez Uría sobre al relación entre el pensamiento de Nietzsche y de Foucault.

El conocimiento de uno mismo.
Nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos. Con estas palabras iniciaba Friedrich Nietzsche el Prólogo de La genealogía de la moral escrito en Sils Maria en el verano de 1887. ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos? Para conocernos a nosotros mismos y afirmar una voluntad de verdad, para fundamentar una nueva ética, es decir, nuevos principios reguladores de las conductas, necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores, y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias en las que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron ( ... ) un conocimiento que hasta ahora no ha existido, ni tampoco se lo ha ni tan siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos valores como algo dado, real y efectivo, situado mas allá de toda duda. Nietzsche era entonces perfectamente consciente de haber descubierto y problematizado un continente nuevo: el continente de la moral. Era preciso recorrer el
nuevo territorio con nuevas preguntas y nuevos ojos, había que construir nuevos instrumentos de conocimiento para levantar acta de la nueva tierra, describir sus configuraciones, reunir vestigios de pensamientos casi perdidos o en todo caso olvidados, en fin, excavar bajo arbustos y cenizas, e incluso bajo los cimientos de suntuosos palacios, los restos fragmentarios de viejas culturas expulsadas del tiempo y desterradas de nuestra memoria. Nietzsche propuso por tanto cuestionar lo incuestionado de nuestra vida moral y para ello era preciso pensar lo impensado del bien y del mal, -algo que hasta entonces resultaba impensable-, para adentrarse como un arrojado espeleólogo en el hondo y obscuro mundo formado por el inconsciente histórico y social de los valoresJustamente Foucault asumió e intentó prolongar este arriesgado proyecto. Una nueva mirada dirigida a la efectiva historia de la moral exigía del genealogista un saber fundado en documentos, un saber encarnizado en lo realmente comprobable, en aquello que efectivamente existió, en una palabra, en toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana. Coincidencia por tanto en el proyecto y en el método de investigación, pero también en la finalidad antinormativa e intempestiva de transmutación de los valores, en la búsqueda de una autonomía moral que obliga a su vez a rastrear las bases de la moral instituida, de esa vieja farsa que se presenta como la única legítima, y por tanto también como la única posible. Para llevar a cabo la vivisección de las virtudes de nuestro tiempo es preciso que el pensamiento se dote de un espíritu histórico, espíritu que paradójicamente ha sido dejado en la estacada precisamente por todos los
buenos espíritus de la ciencia históricaLa genealogía se diferencia por tanto de la historia de los historiadores en que más que pretender dar cuenta del pasado, plantea la necesidad de indagación de los procesos que han hecho posible en la historia una configuración presente. La genealogía es una forma específica de indagación que requiere el análisis minucioso de la sucesión de procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de reacción, así como los resultados de contra-acciones afortunadas

Nietzsche avanza en su genealogía de los valores morales la tesis del proceso histórico de pacificación y de domesticación que se deriva del hecho de monopolizar el Estado el uso de la violencia legítimaDesigna con especial virulencia las raíces judeo-cristianas de la nueva camisa de fuerza moral que dio al traste con la cultura clásica griega y romana, con la cultura islámica, y, en fin, con el Renacimiento, la última gran cosecha cultural que Europa pudo recoger. El cristianismo, escribe, nos arrebató la cosecha de la cultura antigua, más tarde volvió a arrebatarnos la cosecha de la cultura islámica. El prodigioso mundo de la cultura mora de España, que en el fondo es más afín a nosotros que Roma y que Grecia, que habla a nuestro sentido y a nuestro gusto con más fuerza que aquellas, fue pisoteadoEl cristianismo, y especialmente el protestantismo alemán, aparecen como la encarnación de la corrupción, como la mancha deshonrosa de la humanidad, porque el cristianismo de todo valor ha hecho un no valor, de toda verdad una mentira, de toda honestidad una bajeza de alma. La moral cristiana de la abnegación, la moral del sacrificio, es en realidad una moral que implica la renuncia a uno mismo. Cuando se coloca el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el «más allá>> -en la nada-, se le ha quitado a la vida como tal el centro de gravedad. La gran mentira de la inmortalidad personal destruye toda razón, toda naturaleza existente en el instinto, -a partir de ahora todo lo que en los instintos es beneficioso, favorecedor de la vida, garantizador del futuro, suscita desconfianza-. vivir de tal modo que ya no tenga sentido vivir, eso es lo que ahora se  convierte en el «sentido» de la vida ... ¿Para qué ya el sentido de comunidad, para qué la gratitud a la ascendencia y a los antepasados, para qué colaborar, confiar, para qué favorecer y tener en cuenta algún bien general?


Michel Foucault aceptó el reto nietzscheano que hace del intelectual la conciencia malvada de su tiempo e intentó llevar más lejos la crítica nietzscheana de la moral al plantear una revisión sistemática del conocimiento de uno mismo en el pensamiento griego, romano y cristiano, una revisión que sirviese de plataforma para llevar a cabo una vivisección de las «virtudes» de nuestro tiempo con el fin de despojar a la existencia humana de una parte de su carácter descorazonador y cruelLa genealogía está aquí al servicio de la apertura de todo un abanico inédito de prácticas de libertad que permitan fundar una nueva ética alejada de todas las servidumbres de la moral cristiana
En: La hermenéutica del sujeto. Madrid, La piqueta, 1987. "Prólogo" (por Fernando Álvarez Uría.

miércoles, 5 de agosto de 2015

En un apartado rincón del universo

"En un apartado rincón del universo, donde titilan innumerables estrellas centelleantes, hubo una vez un astro donde animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el instante más soberbio y falaz de la historia universal"


FNietzsche